Comenzamos un relato corto que ocupará dos o tres entregas.
Les oí subir las escaleras. Qué demonios, ya les oía cuando estaban en la calle, dando vueltas a la manzana, buscando un hueco en la pared, como si no fueran capaces de reconocer una puerta. Sus gemidos absurdos, monosílabos, incapaces de terminar siquiera una palabra, se sumaban unos a otros sin ritmo, tono ni sentido. Fue entonces, el día en que se acabó el mundo, cuando descubrí algo que sonaba peor que Enrique Iglesias en directo.
Aquellos pasos lentos y pesados sobre los escalones se acercaban. Era el momento de salir de aquella habitación, de aquel pequeño apartamento, y tomar las escaleras. Hacia arriba, claro. Tomé lo que necesitaba y salí al pasillo. Desde allí pude ver cómo subían aquellos seres lentos, cuyos problemas de coordinación hacían que a veces cayeran unos cuantos como unos bolos hechos con huesos, carne y un cerebro que no funcionase muy bien. Tuve que recordarme a mí mismo que aquellos bolos tenían hambre y que el único plato del menú era el tipo que estaba hablando consigo mismo en un monólogo interior que no le llevaría a nada y que se iba a abofetear para despertarse. Ay.
Subí las escaleras hasta la azotea e inspiré profundamente el aire puro. Resultó que no lo era tanto. Los cuerpos en descomposición en toda la ciudad (los que estaban tirados en las calles y los que se desplazaban con problemas de movilidad) llenaban la atmósfera del pestilente olor a cadáver. Me provocó una arcada y, poco después, pude saludar a mi desayuno. “Sálvate tú, yo estoy condenado”, le dije. Los huevos revueltos no me contestaron. No me sorprendió: siempre supe que los productos avícolas eran unos desagradecidos.
Esta historia continúa aquí.
lunes, 7 de junio de 2010
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