viernes, 1 de junio de 2012

Un día cualquiera

Como hacía cada mañana un tiempo atrás, se levantó temprano aunque no tuviera prisa.

Desayunó algo tan rápidamente que no necesitó siquiera sentarse o salir de la cocina y apenas acompañó el pequeño sándwich con un sorbo de café con leche, lo que le permitió llevarse el enorme tazón del líquido marrón a la habitación que hacía las veces de estudio para sentarse frente al ordenador y enfrentarse a la pantalla en blanco por primera vez después de tanto tiempo.

La última vez que había hecho aquello lo hizo en un sitio diferente: se había despertado en una cama más pequeña que la de ahora, había desayunado en una cocina con otros colores y se había sentado a escribir en una habitación en la que la luz de la ventana entraba con un ángulo que evitaba que se reflejara en la pantalla. Ese día, tras muchos cambios y demasiado tiempo, había decidido que había llegado la hora de volver a hacer aquello.

Tras un tiempo delante de la pantalla,  y sin conseguir haber escrito una palabra, abrió una ventana del explorador de Internet que utilizaba habitualmente y revisó su correo electrónico antes de volver al archivo en blanco.

Un rato más tarde revisó las noticias del día y abrió de nuevo el editor de texto.

Se levantó a poner más leche en la taza y recalentarla. Volvió a ocupar la silla antes de que se enfriara.

Hizo algunas tareas de la casa y se sentó frente al escritorio de nuevo.

Durante varias horas repitió con pequeñas variaciones esta secuencia. Esta forma de trabajar no es muy eficiente, pero evita la necesidad de visitar un gimnasio.

Llegó el mediodía y, con él, la necesidad de volver a la rutina actual: comer algo ligero, vestirse y salir hacia el trabajo. De camino salvó el mundo un par de veces (sin que el mundo supiera siquiera que había estado en peligro), lo que le retrasó unos minutos, perdiendo un autobús y llegando a la oficina algo más tarde de lo que le hubiera gustado. Allí se encontró más o menos con las tareas habituales, que pudo completar (no sin algo de esfuerzo), sintiéndose así satisfecho por el trabajo realizado.

Salió del edificio cuando caía la noche primaveral (casi veraniega) y los vigilantes ya habían cerrado la puerta principal del edificio, por lo que tuvo que dar un rodeo para llegar hasta la calle donde le estaba esperando su pareja para alegrarle el final del día con su sonrisa, acompañarle a casa, descansar con él y amarse.

En los últimos pensamientos antes de quedar dormido, estando ya al límite de la inconsciencia, regresó al folio virtual que le había mostrado la pantalla del ordenador durante la mañana, y al hecho de no haber escrito una sola línea.

Aquel había sido un buen día, pero no extraordinario.

No había escrito una sola línea: había escrito bastantes más. Se dijo que debía repetirlo y retomar la costumbre.

Quizá, después de todo, aquel sí había sido un día especial.

1 comentario:

ESO dijo...

Ya era hora que volviera a escribir, Caballero. Se le echaba en falta.