viernes, 14 de mayo de 2010

Jiménez-Giménez en el hospital

Por la mañana, Jiménez-Giménez volvía a su casa con una docena de churros bajo el brazo y el último número de una revista sobre las relaciones con los gatos -y los felinos en general- en un pequeño bolsillo: no se pueden escribir muchas líneas sobre este tema cuando se trata de estos animales. Como cada quinto domingo de mes, se desplazaba dando grandes saltos por la acera, con ambos pies a la vez, doblando las rodillas antes de estirar las piernas y ayudándose de los brazos para darse impulso. De esta forma se hizo daño en el codo que tenía libre.

Decidió que lo mejor sería ir en taxi al hospital. Teniendo un codo herido y el otro ocupado en que no se cayera su futuro desayuno, tuvo que levantar una pierna hasta situar el pie por encima de su cabeza para llamar la atención de algún conductor. Por fin se detuvo un pequeño taxi, del que salieron una docena de payasos, y al que se subió en cuanto estuvo libre; tuvo que abrir las ventanillas porque olía a tartas de merengue y a zapatos gigantes. Le indicó al conductor el nombre del hospital más cercano y comenzó a comerse los churros antes de que se enfriaran del todo, echando vistazos al taxista por el ángulo que le permitían los asientos delanteros y el reflejo del retrovisor: tenía esa molesta impresión de que le conocía, pero no era capaz de situarle, de saber quién era o por qué le conocía.

Como es norma para la mayoría de los de su gremio, el conductor aprovechó que Jiménez-Giménez estaba buscado conexiones en su mundo interior para alargar el trayecto innecesariamente; tanto que cuando detuvo el taxímetro al llegar al hospital, el pasajero tuvo que entregarle incluso los churros que aún no había mordido.
Entró, dio sus datos a la mujer de recepción y se dirigió a la sala de espera. Se metió en una cápsula de criogénesis -el estado de la sanidad era tan deficiente que para los casos menos graves, que tardaban más en ser atendidos, se estableció este sistema para evitar que el tamaño de las familias aumentara durante los tiempos de espera, requiriendo la asistencia de personal extra durante los partos- y le despertaron en lo que para él fue un cerrar y abrir de ojos.

La enfermera le condujo a la salita en la que le atendería el doctor. De momento, Jiménez-Giménez no era capaz de ver al señor de la bata blanca, así que pensó que estaba solo y empezó a leer la revista que aún llevaba en el bolsillo. Gracias a la cantidad de publicidad sobre silbatos adiestradores, cortaúñas -o garras, dependiendo del tamaño- y reactores nucleares que contenía la publicación sobre felinos, tardó unos dos minutos en terminar con ella, el tiempo justo para que comenzara a pensar de nuevo sobre la extraña sensación de que conocía al taxista antes de que entrara el médico y, por lo tanto, le dedicara a éste una cantidad mínima de procesos neuronales.

El joven doctor, una vez informado sobre la lesión en el codo de su paciente y de cómo se produjo, decidió comenzar examinando los oídos de este mientras intentaba realizar comentarios ingeniosos antes de echar un vistazo a los ojos: aquella pequeña luz desenfocada trajo algunos recuerdos a Jiménez-Giménez, de un tiempo en que podía viajar libremente, porque tenía coche...

Abrió la boca a petición del médico, sacando la lengua como si fuera un cantante de rock con la cara pintada y emitiendo un monocorde "aaa" recordó, por fin, que la vez anterior que vio al taxista, éste también conducía, pero aquella vez... aquella vez conducía su coche, que le había robado a punta de escopeta... "¡maldito sea ese ciervo!", pensó, antes de regresar al mundo real por la llamada de atención del doctor, que había levantado la voz y terminó su protesta añadiendo:

 - ¡Pues si no quiere decir trentaytrés, diga al menos ochentaytrés

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