miércoles, 30 de diciembre de 2009

En el metro - Led Zeppelin

Era domingo en la gran ciudad, a media mañana, en un vagón de metro que iba hacia el centro. Había pocos viajeros, incluso había bastantes asientos vacíos. El tren aún estaba en los barrios de la periferia: en cada estación entraba más gente de la que salía, de forma que cuando llegaran a las estaciones centrales los vagones parecerían latas de sardinas. La mayoría de los pasajeros iba en grupos de entre dos y cuatro personas, que conversaban animadamente. Los que viajaban sin compañía lucían en las orejas los auriculares de sus reproductores de música o sus teléfonos móviles.

El viaje transcurría con tranquilidad hasta que en una curva las ruedas del tren chirriaron con fuerza por la fricción con la vía exterior. Para poder entenderse, los viajeros que estaban conversando tuvieron que hablar más alto; para que su madre supiera que aún estaba incómodo, un bebé que sollozaba comenzó a dar berridos; para poder seguir escuchando sus temas preferidos, los solitarios subieron el volumen de la música.

Uno de estos últimos, que llevaba unos auriculares enormes que le cubrían las orejas, conectados por encima de su melena, que no hubiera sido bien vista en los años cincuenta -ni siquiera a finales de los sesenta-, se puso en pie y, alzando los brazos para llamar la atención, voceó:




 - ¡Un poco de silencio, por favor! ¡Por respeto a los músicos! -y, ya para sí mismo, añadió:- Ponerse a hablar en un concierto de Led Zeppelin... hay que...

El ruido paró: los chirridos lo hicieron al salir de la curva y las conversaciones al pedirlo el tipo de la camiseta y los pantalones rotos, que se quedó de pie agarrado a una barra de seguridad. Al poder sentir de nuevo el ritmo de los ingleses comenzó a agitar la cabeza, con movimientos periódicos cada vez más marcados. Pero la canción terminó pronto.

El silencio en sus auriculares no duró mucho: una guitarra lo desgarró completamente de arriba a abajo, cortesía de Jimmy Page; el tema era reconocible desde el segundo acorde. Sonrió. Siguió las notas, dejándose llevar con los ojos cerrados. En la segunda ejecución del magistral riff, que al igual que la primera se alargaba más que mas siguientes, apareció, pesado, el bajo de John Paul Jones, arropando el sonido de la guitarra y anclándolo al suelo, a la tierra que aún estaba húmeda por la tormenta de verano que acababa de pasar: la lluvia allí había terminado, pero la electricidad aún flotaba en el ambiente, acumulada mientras concluía la segunda ejecución. You need coolin' ... ahí estaba la voz de Robert Plant, sudando versos por encima de la música, acariciando las notas sucias de sus compañeros. La primera estrofa termina antes de que llegue el trueno: la batería de John Bonham, que aparece por sorpresa cuando nos perdíamos con el resto de la banda. Las baquetas golpean y rompen el ritmo, lo moldean y lo empujan contra el público, que recibe el sonido extasiado.

Sí, el público... más de cien mil personas delante de él aclamando cada nota, cada acorde, cada palabra, cada golpe, cada sonido... rugiendo, saltando, bailando, mientras él rasga las cuerdas de su guitarra con fuerza, llevándola al límite, buscando un poco más en cada acorde, que acompaña con la voz: aquellos rugidos salvajes, los aullidos primigenios, esas palabras susurradas a las jóvenes... aquello es para lo que él había nacido, poder ver el sonido y cabalgarlo, llevar a las masas enfervorecidas y jugar con ellas como un gato con un ovillo de lana... puro éxtasis.

Entonces abrió los ojos y vio a una madre abrazando a su hija y diciéndola al oído 'No lo mires, hija, no lo mires' con expresión de pánico. 'Mierda de vida', pensó.




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